domingo, 24 de febrero de 2013

Literatura Eterna 15


EL BUQUE MISTERIOSO  The Royal Press, 1902
H. P. LOVECRAFT

Capítulo 1
En la primavera de 1847, el pequeño pueblo de Ruralville se vio sacudido por
una general excitación debida a la entrada de un extraño bergantín en el puerto.
No llevaba bandera alguna y todo hacía que resultase de lo más sospechoso.
No tenía nombre. Su capitán se llamaba Manuel Ruello. El interés aumentó,
no obstante, Cuando John Griggs desapareció de su casa. Eso ocurrió el 4 de
octubre y el 5 el bergantín se había marchado.

Capítulo 2
El bergantín, al partir, fue interceptado por una fragata de los Estados Unidos y
se produjo una lucha tremenda. Cuando terminó, habían perdido a un hombre,
llamado Henry Johns.

Capítulo 3
El bergantín continuó su ruta en dirección a Madagascar, hasta llegar. Los nativos
huyeron despavoridos. Cuando volvieron a reunirse al otro lado de la isla,
uno de ellos había desaparecido. Su nombre era Dahabea.

Capítulo 4
Al final, se decidió que había que hacer algo. Se ofreció una recompensa de
5.000 libras por la captura de Manuel Ruello, y entonces llegó la impactante
noticia de que una nave indescriptible se había hundido en los cayos de Florida.

Capítulo 5
Se envió un buque a La Florida y entonces supieron qué había pasado. En medio
del combate, habían botado un submarino y había cogido lo que quería. Y
allí estaba, balanceándose tranquilamente en las aguas del Atlántico, cuando
alguien dijo: “John Brown ha desaparecido”. Y desde luego que John Brown
había desaparecido.

Capítulo 6
El encuentro con el submarino y la desaparición de John Brown provocaron
nueva excitación entre la gente, y fue entonces cuando se produjo un nuevo
descubrimiento. Pero, para hablar de este, es necesario antes tocar una cuestión
geográfica. En el Polo Norte existe un inmenso continente formado por
suelo volcánico, una de cuyas partes es accesible a los exploradores. Es la
llamada Tierra de Nadie.

Capítulo 7
En el extenso sur de la Tierra de Nadie se descubrió una choza, así como algunos
otros signos de habitación humana. Entraron sin dilación y allí encontraron,
encadenados al suelo, a Griggs, Johns y Dahabea. Estos tres, después de
llegar a Londres, se separaron y se fueron, Griggs a Ruralville Johns a la fragata
y Dahabea a Madagascar.

Capítulo 8
Pero el misterio de John Brown seguía sin resolver, por lo que se mantuvo una
estricta vigilancia sobre el puerto de Tierra de Nadie, y cuando el buque submarino
llegó, y los piratas, uno por uno, y encabezados por Manuel Ruello,
abandonaron el barco, fueron reducidos por la fuerza de las armas. Tras la lucha,
Brown fue rescatado.

Capítulo 9
Griggs fue recibido regiamente en Ruralville y se dio una cena en honor de
Henry Johns, Dahabea llegó al rey de Madagascar y Brown a capitán de su
barco.

FIN

Literatura Eterna 14


DEL MÁS ALLÁ
H. P. LOVECRAFT

Inconcebiblemente espantoso era el cambio que se había
operado en Crawford Tillinghast, mi mejor amigo. No le
había visto desde el día —dos meses y medio antes— en que
me Contó hacia dónde se orientaban sus investigaciones
físicas y matemáticas. Cuando respondió a mis temerosas y
casi asustadas reconvenciones echándome de su laboratorio y
de su casa en una explosión de fanática ira, supe que en
adelante permanecería la mayor parte de su tiempo encerrado
en el laboratorio del ático, con aquella maldita máquina
eléctrica, comiendo poco y prohibiendo la entrada incluso a
los criados; pero no creí que un breve período de diez
semanas pudiera alterar de ese modo a una criatura humana.
No es agradable ver a un hombre fornido quedarse flaco de
repente, y menos aún cuando se le vuelven amarillentas o
grises las bolsas de la piel, se le hunden los ojos, se le ponen
ojerosos y extrañamente relucientes, se le arruga la frente y
se le cubre de venas, y le tiemblan y se le crispan las manos.
Y si a eso se añade una repugnante falta de aseo, un completo
desaliño en la ropa, una negra pelambrera que comienza a
encanecer por la raíz, y una barba blanca crecida en un rostro
en otro tiempo afeitado, el efecto general resulta horroroso.
Pero ese era el aspecto de Crawford Tillinghast la noche en
que su casi incoherente mensaje me llevó a su puerta,
después de mis semanas de exilio; ese fue el espectro que me
abrió temblando, vela en mano, y miró furtivamente por encima
del hombro como temeroso de los seres invisibles de la
casa vieja y solitaria, retirada de la línea de edificios que
formaban Benevolent Street.
Fue un error que Crawford Tillinghast se dedicara al estudio
de la ciencia y la filosofía. Estas materias deben dejarse para
el investigador frío e impersonal, ya que ofrecen dos
alternativas igualmente trágicas al hombre de sensibilidad y
de acción: la desesperación, si fracasa en sus investigaciones,
y el terror inexpresable e inimaginable, si triunfa. Tillinghast
había sido una vez víctima del fracaso, solitario y
melancólico; pero ahora comprendí, con angustiado temor,
que era víctima del éxito. Efectivamente, se lo había
advertido diez semanas antes, cuando me espetó la historia de
lo que presentía que estaba a punto de descubrir. Entonces se
excitó y se congestionó, hablando con voz aguda y afectada,
aunque siempre pedante.
-¿Qué sabemos nosotros — había dicho—-- del mundo y del
universo que nos rodea? Nuestros medios de percepción son
absurdamente escasos, y nuestra noción de los objetos que
nos rodean infinitamente estrecha. Vemos las cosas sólo
según la estructura de los órganos con que las percibimos, y
no podemos formarnos una idea de su naturaleza absoluta.
Pretendemos abarcar el cosmos complejo e ilimitado con
cinco débiles sentidos, cuando otros seres dotados de una
gama de sentidos más amplia y vigorosa, o simplemente diferente,
podrían no sólo ver de manera muy distinta las cosas
que nosotros vemos, sino que podrían percibir y estudiar
mundos enteros de materia, de energía y de vida que se
encuentran al alcance de la mano, aunque son imperceptibles
a nuestros sentidos actuales.
Siempre he estado convencido de que esos mundos extraños
e inaccesibles están muy cerca de nosotros; y ahora creo que
he descubierto un medio de traspasar la barrera. No bromeo.
Dentro de veinticuatro horas, esa máquina que tengo junto a
la mesa generará ondas que actuarán sobre determinados
órganos sensoriales existentes en nosotros en estado
rudimentario o de atrofia. Esas ondas nos abrirán numerosas
perspectivas ignoradas por el hombre, algunas de las cuales
son desconocidas para todo lo que consideramos vida
orgánica. Veremos lo que hace aullar a los perros por las
noches, y enderezar las orejas a los gatos después de las
doce. Veremos esas cosas, y otras que jamás ha visto hasta
ahora ninguna criatura. Traspondremos el espacio, el tiempo,
y las dimensiones; y sin desplazamiento corporal alguno, nos
asomaremos al fondo de la creación.
Cuando oí a Tillinghast decir estas cosas, le amonesté;
porque le conocía lo bastante como para sentirme asustado,
más que divertido; pero era un fanático, y me echó de su casa. 
Ahora no se mostraba menos fanático; aunque su deseo
de hablar se había impuesto a su resentimiento y me había
escrito imperativamente, con una letra que apenas reconocía.
Al entrar en la morada del amigo tan súbitamente metamorfoseado
en gárgola temblorosa, me sentí contagiado del terror
que parecía acechar en todas las sombras. Las palabras y
convicciones manifestadas diez semanas antes parecían
haberse materializado en la oscuridad que reinaba más allá
del círculo de luz de la vela, y experimenté un sobresalto al
oir la voz cavernosa y alterada de mi anfitrión. Deseé tener
cerca a los criados, y no me gustó cuando dijo que se habían
marchado todos hacía tres días. Era extraño que el viejo
Gregory, al menos, hubiese dejado a su señor sin decírselo a
un amigo fiel como yo. Era él quien me había tenido al
corriente sobre Tillinghast desde que me echara furiosamente.
Sin embargo, no tardé en subordinar todos los temores a mi
creciente curiosidad y fascinación. No sabía exactamente qué
quería Crawford Tillinghast ahora de mí, pero no dudaba que
tenía algún prodigioso secreto o descubrimiento que
comunicarme. Antes, le había censurado sus anormales
incursiones en lo inconcebible; ahora que había triunfado de
algún modo, casi compartía su estado de ánimo, aunque era
terrible el precio de la victoria. Le seguí escaleras arriba por
la vacía oscuridad de la casa, tras la llama vacilante de la vela
que sostenía la mano de esta temblorosa parodia de hombre.
Al parecer, estaba desconectada la corriente; y al
preguntárselo a mi guía, dijo que era por un motivo concreto.
— -Sería demasiado... no me atrevería — -prosiguió
murmurando.
Observé especialmente su nueva costumbre de murmurar, ya
que no era propio de él hablar consigo mismo. Entramos en
el laboratorio del ático, y vi la detestable máquina eléctrica
brillando con una apagada y siniestra luminosidad violácea.
Estaba conectada a una potente batería química; pero no
recibía ninguna corriente, porque recordaba que, en su fase
experimental, chisporroteaba y zumbaba cuando estaba en
funcionamiento. En respuesta a mi pregunta, Tillinghast
murmuró que aquel resplandor permanente no era eléctrico
en el sentido que yo lo entendía.
A continuación me sentó cerca de la máquina, de forma que
quedaba a mi derecha, y conectó un conmutador que había
debajo de un -enjambre de lámparas. Empezaron los
acostumbrados chisporroteos, se convirtieron en rumor, y
finalmente en un zumbido tan tenue que daba la impresión de
que había vuelto a quedar en silencio. Entre tanto, la
luminosidad había aumentado, disminuido otra vez, y
adquirido una pálida y extraña coloración —-o mezcla de
colores— imposible de definir ni describir. Tillinghast había
estado observándome, y notó mi expresión desconcertada.
— -¿Sabes qué es eso? — -susurró— ¡ rayos ultravioleta!
—rió de forma extraña ante mi sorpresa—--. Tú creías que
eran invisibles; y lo son.:. pero ahora pueden verse, igual que
muchas otras cosas invisibles también.
«¡Escucha! Las ondas de este aparato están despertando los
mil sentidos aletargados que hay en nosotros; sentidos que
heredamos durante los evos de evolución que median del
estado de los electrones inconexos al estado de humanidad
orgánica. Yo he visto la verdad, y me propongo enseñártela.
¿Te gustaría saber cómo es? Pues te lo diré — aquí
Tillinghast se sentó frente a mí, apagó la vela de un soplo, y
me miró fijamente a los ojos- -. Tus órganos sensoriales, creo
que los oídos en primer lugar, captarán muchas de las
impresiones, ya que están estrechamente conectados con los
órganos aletargados. Luego lo harán los demás. ¿Has oído
hablar de la glándula pineal? Me río de los superficiales
endocrinólogos, colegas de los embaucadores y advenedizos
freudianos. Esa glándula es el principal de los órganos
sensoriales... yo lo he descubierto. Al final es como la visión,
transmitiendo representaciones visuales al cerebro. Si eres
normal, esa es la forma en que debes captarlo casi todo... Me
refiero a casi todo el testimonio del más allá.
Miré la inmensa habitación del ático, con su pared sur
inclinada, vagamente iluminada por los rayos que los ojos
ordinarios son incapaces de captar. Los rincones estaban
sumidos en sombras, y toda la estancia había-adquirido una
brumosa irrealidad que emborronaba su naturaleza e invitaba
a la imaginación a volar y fantasear. Durante el rato que
Tillinghast estuvo en silencio, me imaginé en medio de un
templo enorme e increíble de dioses largo tiempo
desaparecidos; de un vago edificio con innumerables
columnas de negra piedra que se elevaban desde un suelo de
losas húmedas hacia unas alturas brumosas que la vista no
alcanzaba a determinar. la representación fue muy vívida
durante un rato; pero gradualmente fue dando paso a una concepción
más horrible: la de una absoluta y completa soledad
en el espacio infinito, donde no había visiones ni sensaciones
sonoras. Era como un vacío, nada más; y sentí un miedo
infantil que me impulsó a sacarme del bolsillo el revólver que
de noche siempre llevo encima, desde la vez que me
asaltaron en East Providence. Luego, de las regiones más
remotas, el ruido fue co brando suavemente realidad. Era
muy débil, sutilmente vibrante, inequívocamente musical;
pero tenía tal calidad de incomparable frenesí, que sentí su
impacto como una delicada tortura por todo mi cuerpo. Experimenté
la sensación que nos, produce el arañazo fortuito
sobre un cristal esmerilado. Simultáneamente, noté algo ásí
como una corriente de aire frío que pasó junto a mí, al
parecer en dirección al ruido distante. Aguardé con el aliento
contenido, y percibí que el ruido y el viento iban en aumento,
produciéndome la extraña impresión de que me encontraba
atado a unos raíles por los que se acercaba una gigantesca
locomotora. Empecé a hablarle a Tillinghast, e instantáneamente
se disiparon todas estas inusitadas impresiones. Volví
á ver al hombre, las máquinas brillantes y la habitación a
oscuras. Tillinghast sonrió repulsivamente al ver el revólver
que yo había sacado casi de manera inconsciente; pero por su
expresión, comprendí que había visto y oído lo mismo que
yo, si no más. Le conté en voz baja lo que había
experimentado, y me pidió que me estuviese lo más quieto y
receptivo posible.
— No te muevas —--me advirtió—, porque con estos
rayos pueden vernos, del mismo modo que nosotros podemos
ver. Te he dicho que los criados se han ido, aunque no te he
contado cómo. Fue por culpa de esa estúpida ama de llaves;
encendió las luces de abajo, después de advertirle yo que no
lo hiciera, y los hilos captaron vibraciones simpáticas. Debió
de ser espantoso; pude oír los gritos desde aquí, a pesar de
que estaba pendiente de lo que veía y oía en otra dirección;
más tarde, me quedé horrorizado al descubrir montones de
ropa vacía por toda la casa. Las ropas .de la señora Updike
estaban en el vestíbulo, junto a la llave de la luz... por eso sé
que fue ella quien encendió. Pero mientras no nos
movamos, no correremos peligro. Recuerda que nos enfrentamos
con un mundo terrible en el que estamos
prácticamente desamparados... ¡No te muevas! -
El impacto combinado de la revelación y la brusca orden me
produjo una espe¿ie de parálisis; y en el terror, mi mente se
abrió otra vez a las impresiones procedentes de lo que
Tillinghast llamaba el «más allá». Me encontraba ahora en un
vórtice de ruido y movimiento acompañados de confusas
representaciones visuales. Veía los contornos borrosos de la
habitación; pero de algún punto del espacio parecía brotar
una hirviente columna de nubes o formas imposibles de
identificar que traspasaban el sólido techo por encima de mí,
a mi derecha. Luego volví a tener la impresión de que estaba
en un templo; pero esta vez los pilares llegaban hasta un
océano aéreo de luz, del que descendía un rayo cegador a lo
largo de la brumosa columna que antes había visto. Después,
la escena se volvió casi enteramente calidoscópica; y en la
mezcolanza de imágenes sonidos e impresiones sensoriales
inidentificables, sentí que estaba a punto de disolverme o de
perder, de alguna manera, mi forma sólida. Siempre
recordaré una visión deslumbrante y fugaz. Por un instante,
me pareció ver un trozo de extraño cielo nocturno poblado de
esferas brillantes que giraban sobre sí; y mientras
desaparecía, vi que los soles resplandecientes componían una
constelación o galaxia de trazado bien definido; dicho
trazado correspondía al rostro distorsionado de Crawford
Tillinghast. Un momento después, sentí pasar unos seres
enormes y animados, unas veces rozándome y otras
caminando o deslizándose sobre mi cuerpo supuestamente
sólido, y me pareció que Tillinghast los observaba como si
sus sentidos, más avezados pudieran captarlos visualmente.
Recordé lo que había dicho de la glándula pineal, y me
pregunte qué estaría viendo con ese ojo preternatural.
De pronto, me di cuenta de que yo también poseía una
especie de visión aumentada. Por encima del caos de luces y
sombras se alzó una escena que, aunque vaga, estaba dotada
de solidez y estabilidad. Era en cierto modo familiar, ya que
lo inusitado se superponía al escenario terrestre habitual a la
manera como la escena cinematográfica se proyecta sobre el
telón pintado de un teatro. Vi el laboratorio del ático, la
máquina eléctrica, y la poco agraciada figura de Tillinghast
enfrente de mí; pero no había vacía la más mínima fracción
del espacio que separaba todos estos objetos familiares. Un
sinfín de formas indescriptibles, vivas o no, se mezclaban
entremedias en repugnante confusión; y junto a cada objeto
conocido, se movían mundos enteros y entidades extrañas y
desconocidas. Asimismo, parecía que las cosas cotidianas
entraban en la composición de otras desconocidas, y
viceversa. Sobre todo, entre las entidades vivas había
negrísimas y gelatinosas monstruosidades que temblaban
fláccidas en armonía con las vibraciones procedentes de la
máquina. Estaban presentes en repugnante profusión, y para
horror mío, descubrí que se superponían, que eran
semifluidas y capaces de interpenetrarse mutuamente y de
atravesar lo que conocemos como cuerpos sólidos. No
estaban nunca quietas, sino que parecían moverse con algún
propósito maligno.. A veces, se devoraban unas a otras,
lanzándose la atacante sobre la víctima y eliminándola
instantáneamente de la vista. Comprendí, con un estremecimiento,
que era lo que había hecho desaparecer a la
desventurada servidumbre, y ya no fui capaz de apartar
dichas entidades del pensamiento, mientras intentaba captar
nuevos detalles de este mundo recientemente visible que
tenemos a nuestro alrededor. Pero Tillinghast me había
estado observando, y decía algo.
— ¿Los ves? ¿Los ves? ¡Ves a esos seres que flotan y
aletean en torno tuyo, y a través de ti, a cada instante de tu
vida? ¿Ves las criaturas que pueblan lo que los hombres
llaman el aire puro y el cielo azul? ¿No he conseguido
romper la barrera, no te he mostrado mundos que ningún
hombre vivo ha visto? — oí que gritaba a través del caos; y
vi su rostro insultantemente cerca del mío. Sus ojos eran dos
pozos llameantes que me miraban con lo que ahora sé que era
un odio infinito. La máquina zumbaba de manera detestable.
— ¿Crees que fueron esos seres que se contorsionan
torpemente los que aniquilaron a los criados? ¡Imbécil, esos
son inofensivos! Pero los criados han desaparecido, ¿no es
verdad? Tú trataste de detenerme; me desalentabas cuando
necesitaba hasta la más pequeña migaja de aliento; te
asustaba enfrentarte a la verdad cósmica, condenado cobarde;
¡pero ahora te tengo a mi merced! ¿Qué fue lo que aniquiló a
los criados? ¿Qué fue lo que les hizo dar aquellos gritos?...
¡No lo sabes, verdad? Pero en seguida lo vas a saber.
Mírame; escucha lo que voy a decirte. ¿Crees que tienen
realidad las nociones de espacio, de tiempo y de magnitud?
¿Supones que existen cosas tales como la forma y la materia?
Pues yo te digo que he alcanzado profundidades que tu
reducido cerebro no es capaz de imaginar. Me he asomado
más allá de los confines del infinito y he invocado a los
demonios de las estrellas... He cabalgado sobre las sombras
que van de mundo en mundo sembrando la muerte y la
locura... Soy dueño del espacio, ¿me oyes?, y ahora hay
entidades que me buscan, seres que devoran y disuelven;
pero sé la forma de eludirías. Es a ti a quien cogerán, como
cogieron a los criados... ¿se remueve el señor? Te he dicho ya
que es peligroso moverse; te he salvado antes al advertirte
que permanecieras inmóvil.., a fin de que vieses más cosas y
escuchases lo que tengo que decir. Si te hubieses movido,
hace rato que se habrían arrojado sobre ti. No te preocupes;
no hacen daño. Como no se lo hicieron a los criados: fue el
verlos lo que les hizo gritar de aquella forma a los pobres
diablos. No son agraciados, mis animales favoritos. Vienen
de un lugar cuyos cánones de belleza son... muy distintos. La
desintegración es totalmente indolora, te lo aseguro; pero
quiero que los veas. Yo estuve a punto de verlos, pero supe
detener la visión. ¿No sientes curiosidad? Siempre he sabido
que no eras científico. Estás temblando, ¿eh? Temblando de
ansiedad por ver las últimas entidades que he logrado
descubrir. ¿Por qué no te mueves, entonces? ¿Estás cansado?
Bueno, no te preocupes, amigo mío, porque ya vienen...
Mira, mira, maldito; mira... ahí, en tu hombro izquierdo.
Lo que queda por contar es muy breve, y quizá lo sepáis ya
por las notas aparecidas en los periódicos. La policía oyó un
disparo en la casa de Tillingbast y nos encontró allí a los dos:
a Tillinghast muerto, y a mí inconsciente. Me detuvieron
porque tenía el revólver en la mano; pero me soltaron tres
horas después, al descubrir que había sido un ataque de
apoplejía lo que había acabado con la vida de Tillinghast, y
comprobar que había dirigido el disparo contra la dañina
máquina que ahora yacía inservible en el suelo del
laboratorio. No dije nada sobre lo que había visto, por temor
a que el forense se mostrase escéptico; pero por la vaga explicación
que le di, el doctor comentó que sin duda yo había
sido hipnotizado por el homicida y vengativo demente.
Quisiera poder creerle. Se sosegarían mis destrozados nervios
si dejara de pensar lo que pienso sobre el aire y el cielo que
tengo por encima de mí y a mi alrededor. Ja más me siento a
solas ni a gusto; y a veces, cuando estoy cansado, tengo la
espantosa sensación de que me persiguen. Lo que me impide
creer en lo que dice el doctor es este simple hecho: que la
policía no encontró jamás los cuerpos de los criados que
dicen que Crawford Tillinghast mató.

FIN

Literatura Eterna 13


LA TUMBA
H. P. LOVECRAFT

Al relatar las circunstancias que han conducido a mi reclusión en este refugio para enfermos mentales, me doy cuenta de que mi situación actual suscitará las naturales dudas sobre la autenticidad de mi relato. Es una lástima que la mayor parte de la humanidad tenga una visión mental tan limitada a la hora de sopesar con calma y con inteligencia aquellos fenómenos aislados, vistos y sentidos sólo por unas pocas personas psíquicamente sensibles, que acontecen más allá de la experiencia común. Los hombres de más amplia mentalidad saben que no hay una distinción clara entre lo real y lo irreal; que todas las cosas parecen lo que parecen sólo en virtud de los delicados instrumentos psíquicos y mentales de cada individuo, merced a los cuales llegamos a conocerlos; pero el prosaico materialismo de la mayoría condena como locura los destellos de clarividencia que traspasan el velo común del claro empirismo.
Me llamo Jervas Dudley, y desde mi más tierna infancia he sido soñador y visionario. Dueño de una fortuna comercial, y temperamentalmente incapaz de seguir unos estudios tradicionales y de gozar del trato social de mis amistades, he vivido siempre en regiones alejadas del mundo visible; he pasado mi adolescencia y mi juventud inmerso en libros antiguos y poco conocidos, y vagando por los campos y arboledas próximas a mi casa solariega. No creo que lo que leía en aquellos libros y veía en aquellos campos y arboledas fuera exactamente lo que podían leer y ver otros niños allí; pero no debo hablar demasiado de esto, ya que una referencia más detallada serviría para confirmar las crueles calumnias sobre mi cordura que oigo contar a veces en voz baja a los furtivos enfermeros que tengo a mi alrededor. Me limitaré a relatar los hechos sin analizar sus causas.
He dicho que viví separado del mundo visible, pero no que viviera solo. Ninguna criatura humana sería capaz de tal cosa; porque la falta de compañía de los vivos empuja a uno inevitablemente a buscar la de seres que no lo son, o ya no lo están. Cerca de mi casa hay una hondonada boscosa, en cuyas profundidades crepusculares pasaba yo la mayor parte de mi tiempo, leyendo, pensando o soñando. Al pie de sus musgosas laderas di mis primeros pasos, y alrededor de sus robles grotescos y nudosos tejí mis primeras fantasías de adolescente. Llegué a conocer bastante bien a las dríadas tutelares de aquellos árboles, y presencié a menudo sus danzas delirantes bajo el forzado resplandor de una luna menguante... Pero no debo hablar ahora de estas cosas. Hablaré únicamente de la tumba solitaria que había en la más intrincada espesura de la ladera la tumba abandonada de los Hyde, vieja y eminente familia cuyo último descendiente directo había sido depositado en sus negras cavidades bastantes decenios antes de que yo naciera.
La cripta a la que me refiero es de antiguo granito, gastado por el tiempo y manchado por las brumas y humedades de generaciones. Excavado en la falda del monte, el recinto sólo tiene visible la entrada. La puerta, una losa imponente, está sostenida por unos goznes de hierro herrumbroso y permanece extraña y siniestramente entornada sólidamente sujeta con candados y pesadas cadenas de hierro, a la tosca manera de hace medio siglo. La residencia de la familia cuyos vástagos descansan aquí en sus urnas coronaba en otro tiempo el declive en el que se encuentra la tumba; pero hace tiempo ya que se derrumbó, presa de las llamas que un rayo provocó. Los habitantes más viejos de la región hablan con voz atemorizada de aquella tormenta que destruyó a media noche la sombría mansión, aludiendo de tal forma a lo que ellos llaman la «ira divina», que en los últimos años se avivó vagamente en mí la siempre fuerte fascinación que había sentido por el sepulcro oculto en la espesura. Sólo un hombre había perecido en el incendio. Cuando el último de los Hyde fue enterrado en este lugar de quietud y de sombras, la urna de sus cenizas llegó de un lejano país, al que la familia fue a establecerse tras el incendio. Ya no hay nadie que deposite flores ante ese pórtico de granito, y son pocos los que desafían las lúgubres sombras que parecen demorarse extrañamente junto a sus piedras desgastadas por el agua.
Nunca olvidaré la tarde en que descubrí esa semioculta morada de la muerte. Fue a mediados del verano, cuando la alquimia de la naturaleza transmuta el paisaje selvático en vívida y casi homogénea masa de verde; cuando los sentidos se embriagan con esas oleadas de húmedo verdor y de fragancia sutilmente indefinible a tierra y a vegetación. En tal ambiente, la razón pierde perspectiva; el tiempo y el espacio se vuelven triviales e irreales, y los ecos de un pasado prehistórico llama con insistencia a las puertas de la conciencia cautivada.
Había estado vagando todo el día por las místicas arboledas de la hondonada, inmerso en pensamientos que no vienen al caso, y conversando con seres a los que no hay por qué mencionar. A la edad de diez años había visto y oído muchos prodigios ignorados por la multitud, y en determinados aspectos me sentía extrañamente anciano. Cuando —después de abrirme paso entre dos zarzas enmarañadas- encontré la entrada de la cripta, no tenía idea de lo que había descubierto. Los bloques de oscuro granito, la puerta extrañamente entornada, y los relieves funerarios esculpidos en el arco, no suscitaron en mí ninguna asociación dolorosa ni terrible. Yo sabía y había imaginado muchas cosas acerca de las sepulturas y las tumbas; pero debido a mi carácter especial, me habían tenido apartado de todo contacto con cementerios y lugares de enterramiento. La extraña construcción de piedra de la boscosa ladera era para mi simple motivo de curiosidad y divagación; y su interior frío y húmedo, que en vano traté de escrutar desde la tentadora rendija, no contenía para mí signo alguno de corrupción o de muerte. Pero en aquel instante de curiosidad nació en miel loco e irrazonado deseo que me ha traído a este infernal confinamiento. Acuciado por una voz que debió de brotar del alma espantosa del bosque, decidí penetrar en la atrayente oscuridad a pesar de las gruesas cadenas que me cerraban el paso. A la luz débil del día, sacudí los herrumbrosos obstáculos con objeto de abrir más la puerta de piedra, y traté de deslizar mi cuerpo delgado por la angosta holgura; pero ninguno de mis intentos tuvo éxito. Mi inicial curiosidad se volvió ahora frenética; y cuando regresé a casa en el creciente crepúsculo, había jurado a los cien dioses del bosque que, costara lo que costase, algún día forzaría la entrada de esas frías y tenebrosas profundidades que parecían llamarme. El médico de barba gris que entra a diario en mi habitación dijo una vez a un visitante que tal decisión marcó el principio de una lamentable monomanía; pero dejaré que el juicio definitivo lo emitan los lectores, cuando lo sepan todo.
Los meses siguientes a mi descubrimiento los pasé haciendo inútiles intentos de forzar el complicado candado de la cripta, y discretas averiguaciones sobre la naturaleza e historia del recinto. Con el oído tradicionalmente receptivo de los niños, me enteré de muchas cosas, aunque mi habitual reserva me impedía contar a nadie lo que sabía yío que me proponía. Quizá merezca la pena aclarar que no me sorprendió ni me produjo terror el enterarme de la naturaleza de la cripta. Mis originales ideas sobre la vida y la muerte me habían llevado a asociar vagamente el barro frío con el cuerpo que respira, e intuía que la grande y siniestra familia de la mansión incendiada estaba representada en cierto modo en el recinto de piedra que trataba de explorar. Los rumores que corrían sobre ritos misteriosos y profanas orgías que se habían celebrado en épocas pasadas en la antigua residencia despertaron en mi un poderoso interés por la tumba, ante cuya puerta permanecía sentado a diario durante horas y horas. Una de las veces arrojé una vela por la rendija de la puerta, pero no conseguí ver nada, salvo un tramo de húmedas escaleras de piedra que descendían. El olor del lugar me producía repugnancia, y no obstante, me fascinaba. Sentía que lo había percibido anteriormente, en un pasado remoto más allá de todo recuerdo; antes incluso de encarnarme en este cuerpo que ahora poseo.
Al año siguiente de mi descubrimiento de la tumba, di con una traducción carcomida de las Vidas de Plutarco en el desván de mi casa, atestado de libros. Leyendo la vida de Teseo, me sentí muy impresionado por ese pasaje en que habla de una gran piedra bajo la cual el joven héroe encontraría la prueba de su destino cuando fuese lo bastante fuerte para levantar su enorme peso. La leyenda tuvo el efecto de aplacar mi vivísima impaciencia por entrar en la cripta, ya que me hizo comprender que aún no había llegado el momento. Más tarde, me decía, llegaría a tener una fuerza y una ingeniosidad que me permitirían abrir fácilmente la puerta encadenada; pero hasta entonces, debía conformarme con lo que parecía ser la voluntad del Destino.
Así que mis vigilancias junto a la húmeda entrada se volvieron menos insistentes, y dediqué gran parte de mi tiempo a otras ocupaciones, aunque eran igualmente extrañas.
Me levantaba a veces en silencio, por la noche, y salía furtivamente a pasear por los cementerios y lugares de enterramiento, de los que mis padres me habían tenido apartado. No puedo decir qué hacía yo allí, ya que ahora no estoy seguro de la realidad de ciertas cosas; pero sé que al día siguiente de esos vagabundeos nocturnos asombraba a menudo a los que me rodeaban mostrando un conocimiento de cosas casi olvidadas desde hacía generaciones. Fue después de una noche así cuando escandalicé a la comunidad con un extraño comentario sobre el entierro del rico y afamado Squire Brewster, artífice de la historia local inhumado en 1711, y cuya lápida de pizarra, con una calavera y dos tibias cruzadas, se iba convirtiendo lentamente en polvo. En un momento de infantil imaginación, juré no sólo que el empresario de la funeraria Goodman Simpson le había robado al difunto los zapatos de hebilla de plata, las calzas de seda y el calzón de raso antes de enterrarlo, sino que el propio Squire, que no había muerto del todo, se había dado la vuelta dos veces en el ataúd, el día después del entierro.
Pero la idea de entrar en la tumba jamás se me fue del pensamiento, hasta que me la reavivó efectivamente el inesperado descubrimiento genealógico de que mis propios antepasados maternos poseían al menos un ligero vinculo con la familia supuestamente extinguida de los Hyde. Ultimo vástago de mi línea paterna, era igualmente el último de esta otra más vieja y misteriosa. Empecé a sentir que la tumba era mía, y a pensar con ardiente ansiedad en el momento en que pudiera trasponer el umbral de piedra y bajar a la oscuridad por aquella escalera cubierta de limo. Adopté entonces la costumbre de escuchar con intensa atención en la puerta entornada eligiendo para esta extraña vigilancia mis horas predilectas: la quietud de la medianoche. Por la época en que llegué a mayor, había hecho un pequeño claro en los matorrales delante de la mohosa fachada de la ladera, dejando que la vegetación de su alrededor lo cubriera como las paredes y techumbre de un cenador silvestre. Este cenador era mi templo; y la puerta encadenada, mi altar; y aquí me tumbaba en el suelo musgoso, pensando extraños pensamientos y soñando extraños sueños.
La noche en que tuve la primera revelación fue bochornosa. Debí de quedarme dormido de cansancio, porque cuando oí voces tuve la clara sensación de despertar. No quiero hablar de sus tonos y acentos, ni referirme a su calidad; pero sí puedo decir que noté extrañas peculiaridades en el vocabulario, la pronunciación y el modo de vocalizar. En aquel oscuro coloquio parecían estar repre¬sentados todo los matices del dialecto de Nueva Inglaterra  desde las toscas expresiones de los colonialistas puritanos  a la retórica precisa de hace cincuenta años; pero de eso me di cuenta después. En aquel momento, mi atención estaba en otro fenómeno: un fenómeno tan fugaz, que no puedo jurar que fuese real. Al volver a casa, fui sin vacilar a un cofre carcomido que había en el desván, y allí encontré la llave que al día siguiente abrió con toda sencillez el obstáculo que durante tanto tiempo había tratado de forzar en vano.
Había una luz suave de atardecer, la primera vez que entré en la cripta de la ladera abandonada. Me sentía embargado por un hechizo, y el corazón me saltaba con una exultación difícil de describir. Cuando cerré la puerta detrás de mí, y empecé a descender por los goteantes peldaños a la luz de mi vela, tuve la impresión de que conocía el camino; y aunque la vela chisporroteaba por el vaho sofocante del lugar, me sentí extrañamente a gusto en aquel ambiente estancado de pudridero. Al mirar a mi alrededor, descubrí numerosas losas de mármol sobre las que descansaban ataúdes o restos de ataúdes. Algunos de ellos estaban cerrados e intactos; otros casi habían desaparecido, quedando sus asas de plata y sus placas aisladas entre curiosos montones de polvo blanquecino. En una de las placas leí el nombre de sir Geoffrey Hyde, quien había venido de Sussex en 1640 y había muerto aquí unos años más tarde. En un nicho llamativo había un ataúd bastante bien conservado y vacío, adornado con un simple nombre que me hizo sonreír y estremecer a la vez. Un inexplicable impulso me decidió a subir a la ancha losa, apagar la vela, y tumbarme en el interior de la caja vacía.
Salí tambaleante de la cripta, a la luz gris del amanecer, y cerré la puerta y la cadena, detrás de mí. Ya no era joven, aunque sólo veintiún inviernos habían enfriado mi envoltura corporal. Los aldeanos madrugadores que me vieron regresar me miraron con extrañeza, asombrados ante los signos de obscena disipación que observaban en alguien cuya vida tenía fama de austera y solitaria. No me presenté ante mis padres hasta después de un sueño largo y reparador.
A partir de entonces, acudí a la tumba cada noche, viendo y oyendo y haciendo cosas que no debo recordar. Mi modo de hablar, siempre sensible a las influencias 
ambientales, fue lo primero en sucumbir al cambio, y no tardaron en notar mi arcaísmo de dicción tan súbitamente adquirido. Después, apareció en mi comportamiento un extraño descaro y temeridad, hasta que, de manera inconsciente, asumí la actitud de un hombre de mundo, a pesar de mi vida recluida. Mi lengua, anteriormente reservada, se volvió voluble, adquiriendo la gracia fácil de un Chesterfield y el cinismo descreído de un Rochester. Exhibí una erudición singular, totalmente distinta del saber fantástico y monacal que había adquirido en mi juventud, y cubrí las guardas de mis libros con fáciles e improvisados epigramas que revelaban influencias de Gay, de Prior y de los más ágiles ingenios y rimadores augustos. Una mañana, durante el desayuno, estuve al borde del desastre, al ponerme a declamar con acento claramente ebrio una efusión de júbilo báquico del siglo XVIII, alegre y georgiana, jamás registrada en libro alguno, y que decía así:

Venid, muchachos, con la jarra de cerveza,
Bebed por el presente, antes de que huya;
Apilad en vuestro plato una montaña de carne,
Pues el comer y el beber nos vuelve alegres; Llenad, pues, vuestros vasos:
Pronto pasar la vida
¡Y muertos, ya no brindaréis por vuestro rey y vuestra amiga!

Dicen que Anacreonte tenía roja la nariz. Dios me bendiga. Prefiero estar rojo aquí abajo, Que hecho un lirio... ¡y muerto la mitad del año! Así que ven, Betty, querida;
Ven y bésame;
¡No hay en el averno otra hija de tabernero como tú!

El joven Harry anda tan tieso como puede, Ya perderá la peluca y rodará bajo las mesas. Pero llenad llenad vuestros vasos.
¡Es mejor estar bajo la mesa que encontrarse bajo tierra! Así que disfrutad, reíd,
Bebed a garganta llena.
¡Menos risa habrá con seis pies de tierra encima!
¡Que el demonio me fulmine! No puedo dar un paso, ¡Maldito si puedo tenerme en pie!
Eah, tabernero, di a Betty que traiga una silla;
¡Quiero quedarme otro rato, ya que mi esposa no está! Echadme una mano,
Que no puedo tenerme,
¡Pero quiero disfrutar mientras estoy sobre la tierra!

Fue por entonces cuando concebí el miedo que ahora me dan las tormentas. Indiferente antes a esas cosas, ahora me producían un horror indecible, y trataba de esconderme en el último rincón de la casa cada vez que el cielo amenazaba desencadenar una tormenta con todo el aparato eléctrico. Un lugar que frecuentaba con predilección durante el día era el sótano ruinoso de la mansión incendiada; y en la imaginación me representaba el edificio tal como fuera al principio. En una ocasión, sobresalté a un aldeano llevándole confiadamente a un subsótano poco profundo, cuya existencia parecía conocer yo a pesar de que había permanecido ignorado y olvidado durante generaciones.
Por último, ocurrió lo que había estado temiendo durante mucho tiempo. Mis padres, alarmados por el cambio operado en la actitud y el aspecto de su único hijo, empezaron a ejercer sobre todos mis movimientos un afectuoso espionaje que amenazaba resultar catastrófico. No había hablado a nadie de mis visitas a la tumba, y había guardado mi secreto propósito con celo religioso desde mi niñez; pero ahora me vi obligado a adoptar la precaución al recorrer los laberintos de la hondonada boscosa, con el fin de despistar a un posible perseguidor. Conservaba siempre la llave de la cripta colgada del cuello con un cordón, procurando que nadie conociese su existencia. Jamás saqué del sepulcro nada de lo que encontré entre sus muros.
Una mañana, al salir de la húmeda tumba y cerrar la cadena de la puerta con mano no muy firme, descubrí entre unos arbustos la temida cara de un espía. Sin duda se aproximaba el final, puesto que se había descubierto el cenador y desvelado el objetivo de mis excursiones nocturnas. Pero el hombre no me abordó, de modo que me apresuré a regresar a casa, a fin de escuchar a escondidas lo que le contara a mi preocupado padre. ¿Iban a ser divulgadas al mundo mis permanencias en el otro lado de la puerta encadenada? ¡Imaginad mi maravillado asombro al oír al espía informar a mi padre con cauteloso susurro que yo había pasado la noche en el cenador, delante de la tumba, con mis soñolientos ojos clavados en la rendija de la puerta encadenada! ¿Por qué milagro había sufrido mi espía semejante ilusión? Ahora me sentí convencido de que un agente sobrenatural me protegía. Envalentonado por esta circunstancia providencial, reanudé mis visitas a la cripta sin el menor disimulo, confiado en que nadie podía presenciar mi entrada. Durante una semana, disfruté plenamente de esa jovialidad macabra que no puedo describir, cuando sucedió aquello, y me trajeron a esta morada maldita de monotonía y de dolor.
No debí aventurarme a salir de casa aquella noche, ya que los truenos corrompían las nubes, y de la fétida ciénaga del fondo de la hondonada se elevaba una infernal fosforescencia. La llamada de los muertos era distinta también. En vez de brotar de la tumba de la ladera, me llegó del sótano carbonizado de lo alto, cuyo demonio tutelar me hacia señas con dedos invisibles. Al salir de la arboleda a la planicie que rodea las ruinas descubrí, al resplandor brumoso de la luna, algo que siempre había esperado vagamente. La mansión que había desaparecido hacía un siglo, se alzaba de nuevo con solemne majestuosidad ante mis ojos arrobados; cada ventana estaba iluminada con el resplandor de numerosas velas. Por el largo camino subían los coches de la aristocracia de Boston, mientras que acudía a pie un numeroso grupo de gentes exquisitamente empolvadas de las mansiones vecinas. Me mezclé con esa multitud, aunque sabía que yo debía estar entre los anfitriones, y no en el grupo de los invitados. En el salón había música, risas, y vino en cada mano. Reconocí varias caras, aunque las habría reconocido mucho mejor si las hubiese visto consumidas o devoradas por la muerte y la descomposición; y en medio de aquella multitud desenfrenada e inconsciente. yo era el más violento y atrevido. Mis labios proferían torrentes de alegres blasfemias, y en mis escandalosas ocurrencias no respetaba ninguna ley humana, de la naturaleza o de Dios.
De pronto, estalló un trueno que se oyó incluso por encima del clamor de la embrutecida orgía, hendió la misma techumbre e impuso un sobrecogido silencio a la bulliciosa concurrencia. Rojas lenguas de fuego y abrasadoras bocanadas de calor envolvieron la casa; y los juerguistas, aterrados ante la calamidad desencadenada, que parecía rebasar los limites de la naturaleza, huyeron gritando y desaparecieron en la noche. Sólo me quedé yo, retenido en mi butaca por un miedo insuperable como no había experimentado jamás. Y entonces, un segundo horror se apoderó de mi. ¡Reducido en vida a cenizas, esparcido mi cuerpo a los cuatro vientos, no podría descansar jamás en la tumba de los Hyde! ¿No estaba mi ataúd preparado para mí? ¿No tenía yo derecho a descansar hasta la eternidad entre los descendientes de sir Geoffrey Hyde? ¡Sí! Reclamaría mi herencia de muerte, aun cuando mi alma vagase durante siglos en busca de otra morada corporal que la supliese en aquel féretro vacío del nicho de la cripta. ¡Jervas Hyde no compartiría jamás el triste destino de Palinuro!
Al desvanecerse el fantasma de la casa incendiada, me desperté gritando y forcejeando locamente en brazos de dos hombres, uno de los cuales era el espía que me había seguido hasta la tumba. Caía una lluvia torrencial, y se veían alejarse hacia el horizonte sur los relámpagos que poco antes habían pasado por encima de nosotros. Mi padre, con el rostro contraído de aflicción, permanecía inmóvil mientras yo pedía a gritos que me dejasen descansar dentro de la tumba, rogando con frecuencia a los que me sujetaban que me tratasen con la mayor suavidad. Un círculo ennegrecido en el suelo del sótano ruinoso revelaba el lugar donde había caído un violento rayo del cielo; y en ese mismo lugar unos cuantos aldeanos provistos de linternas observaban curiosos una pequeña caja de antigua artesanía que el rayo había sacado a la superficie.
Renunciando a mis vanos forcejeos, miré a los que contemplaban el hallazgo. y me permitieron compartir el descubrimiento. La caja, cuyos cierres se habían roto por el impacto que le había desenterrado, contenía muchos papeles y objetos de valor; pero yo sólo tuve ojos para una cosa. Era la miniatura en porcelana de un joven con una elegante peluca rizada, y las iniciales «J.H. » El rostro que tenía era tal, que era como contemplar mi propia imagen en el espejo.
Al día siguiente me trajeron a esta habitación de ventana enrejada; pero he seguido informado de ciertas cosas gracias a un viejo criado, por quien sentí mucho cariño durante mi infancia, y el cual tiene afición a los cementerios como yo. Lo que me he atrevido a contar de mis experiencias en el interior de la cripta no ha hecho sino despertar sonrisas compasivas. Mi padre, que me visita con frecuencia, afirma que en ningún momento he cruzado la puerta encadenada, y jura que el herrumbroso candado seguía intacto desde hace cincuenta años cuando él lo examinó. Dice incluso que todo el pueblo conocía mis excursiones a la tumba, y que me vigilaban muchas veces, cuando me dormía en el cenador frente a la tétrica entrada, con los ojos semiabiertos y fijos en la rendija que conduce al interior. No tengo ninguna prueba palpable que alegar contra todas estas afirmaciones, ya que perdí la llave en los forcejeos, aquella noche de horror. Mi conocimiento de extrañas cosas del pasado, de las que me fui enterando durante aquellas reuniones nocturnas con los muertos, lo atribuyen, a mi constante y omnívoro huronear entre los viejos volúmenes de la biblioteca de la familia. De no ser por mi viejo criado Hiram, a estas horas me habrían convencido totalmente de mi locura
Pero Hiram, leal hasta el fin, ha conservado la fe en mí, y ha hecho lo que ahora me impulsa a publicar al menos parte de mi historia. Hace una semana, abrió violentamente el cierre que mantenía la puerta de la tumba perpetuamente entornada, y descendió con una linterna a las lóbregas profundidades. Sobre la losa de un nicho, encontró un ataúd viejo y vacío cuya placa empañada ostenta un solo nombre: Jervas. En ese ataúd, y en esa cripta, han prometido enterrarme.

FIN

viernes, 22 de febrero de 2013

Literatura Eterna 12


“EL EXTRAÑO”
H. P.  LOVECRAFT

Desdichado aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza.
Desgraciado aquel que vuelve la mirada hacia horas solitarias en vastos y lúgubres recintos de cortinajes marrones y alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en as alturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron, a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado, y sin embargo me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro lado.
No sé donde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos
oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre odiosamente húmedas, y por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas, y sólo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar.
Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos
debieron haber atendido a mis necesidades, y sin embargo no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos.
Supongo que, quien quiera que me haya cuidado, debió haber sido increíblemente
viejo, puesto que mi primera representación mental de una persona viva fue la de algo
semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de las paredes de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía asociaba esas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de los seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas..., ni siquiera la mía; ya que si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi aspecto era así mismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejo en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un ser semejante a las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.
Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía
pasarme horas enteras soñando en lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado de allende la floresta interminable. Una vez más traté de escapar del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se hacían más densas, y el aire más impregnado de crecientes temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubre silencio.
Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué.
Hasta que en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude
permanecer inactivo, y mis manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un instante de cielo y perecer que vivir sin haber contemplado jamás el día.
A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al
nivel donde se interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeños entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños; negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más horrenda aun era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo...
Antojóseme que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la
mano libre en busca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia fuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba.
De pronto, al cabo de una espantosa e interminable ascensión, a ciegas por aquel
precipicio cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado la terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé el obstáculo, descubriendo que era de piedra inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance. Arriba no apareció luz alguna, y a medida que mis manos iban más y más alto, supe que mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a un a abertura que conducía a una superficie de piedra de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé silenciosamente del recinto, tratando de que la pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo, tuve la esperanza de volver a
levantarla cuando fuese necesario.
Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del
bosque, me incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana, que me permitiese mirar por primera vez el cielo, y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol, cubiertas de aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión.
Más reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel recinto construido a tan inmensa distancia del castillo. De pronto mis manos tropezaron con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que le cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo, superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro.
Hecho esto, invadióme el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una
ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata que ascendía desde la puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor, estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes salvo en sueños y vagas visiones que no me atrevería a llamar recuerdos.
Seguro que ahora había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos
peldaños que me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna, haciéndome tropezar, y en la oscuridad tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé abierta tras un cuidadosos examen, pero que no quise trasponer por temor de precipitarme desde la increíble altura que había escalado. Luego, volvió a salir la luna.
De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo
insondable y lo grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse con el terror de lo que ahora estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: luego de una impresionante perspectiva de copas de árboles, vistas desde una altura imponente, extendíase a mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de mármol y columnas y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna.
Medio inconsciente abrí la verja y avancé por la senda de grava blanca que se
extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese anhelo de luz, y ni siquiera el pasmoso descubrimiento de antes podía detenerme. No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de la luminosidad y la alegría a toda costa... no sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito o mis circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito. Pasada la zona de lajas y columnas, traspuse una arcada y eché a andar sin rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de curiosidad, en las praderas en las que solo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuya restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo atrás desaparecido.
Habrían transcurrido más de dos horas cuando de repente llegué a lo que
verdaderamente era mi meta: un castillo venerable, cubierto de hiedra, enclavado en un parque de espesa arboleda, de alucinante familiaridad para mí, y sin embargo, lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y que varias de las torres que yo conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite, fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad que enviaban al exterior ecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré el interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas.
Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la
vez que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos.
La pesadilla no tardó en venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un súbito e inesperado pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del pánico, varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las manos, y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose con las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas puertas.
Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados
de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una presencia, un amago de movimiento del otro lado de un arco dorado que conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con mayor nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití, un aullido que me repugnó casi tanto como su morbosa causa, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible, indescriptible, inarrenable monstruo que, por obra de su mera aparición, habría convertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos.
No puedo decir siquiera aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto
de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una
fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino: la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo –o al menos había dejado de serlo–, y sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una lejana y repulsiva reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún.
Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la
salvación; un tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraban fijamente, se negaban a cerrarse, si bien el terrible objeto tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue lo suficiente como para alterar mi equilibrio y, bamboleándome, di unos pasos adelante para no caer. Al hacerlo, adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto, mis manos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por debajo del arco dorado.
No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche
lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer sobre mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.
Supe en ese instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y
sus árboles; y reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí lo más terrible, la impía abominación que se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados.
Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el
olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños salí de aquel edificio fantasmal, y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente bajo la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo y descendí los peldaños,, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de Nefren-Ka, en el desconocido y recóndito valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y sin embargo en mí nueva y salvaje libertad, agradezco casi la amargura de la alienación.
Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué una fría e inexorable superficie de pulido espejo.

FIN